De adentro hacia afuera

Siempre me ha gustado estar sola, la soledad era mi refugio. Ella me ayudaba a respirar, a relajarme, a escapar, a recargar mi energía… Nunca pensé que la soledad podría convertirse un día en mi prisión.
Ahora sé que estar sola por elección es muy diferente a estar sola porque no hay otra opción.

Cuando la soledad se impone, el techo y las paredes parecen más sólidas, más gruesas, más cercanas, el espacio más estrecho, el aire más pesado, el oxígeno se escabulle por la ranura debajo de la puerta. Las ventanas se vuelven vitales, las necesitas para respirar tanto como tu nariz. La ventana es un escape, un recordatorio de que el mundo sigue existiendo, de que no eres el único ser vivo que aún se mueve y respira. La ventana es tu contacto con el mundo todo el día… hasta que llega la noche y se convierte en espejo. Al encender la luz, lo único que te deja ver la ventana es tu reflejo.

Te acercas, un tanto molesta, tú quieres ver el mundo exterior. Te acercas más para ver más allá de tu reflejo. Te acercas tanto hasta quedar frente a frente contigo misma. Logras vislumbrar algunas sombras fuera de tu ventana pero luego, con un sobresalto, te percatas de que algo te está mirando. Te das cuenta de que son tus propios ojos, tu propia mirada, tu reflejo, observándote desde afuera hacia adentro, a través de la ventana que se convirtió en espejo. Por primera vez contemplas lo oscuras que son tus pupilas, el vacío en el centro de tu ojo. Un sentimiento extraño llega a ti… un sentimiento parecido al miedo. Te alejas un poco del vidrio, haciendo una pequeña lagartija vertical con tus manos y piensas: ¿Cómo puedo tener miedo de mi misma, de mis propios ojos, de mi mirada, de mi “adentro”?

Te vuelves a acercar y te desafías a mirar la oscuridad en tus ojos, ese hoyo negro que parece interminable, te preguntas a dónde lleva y si tiene fin. Sigues ese túnel y viajas por el tobogán que empieza en tus pupilas y caes en las profundidades de tu ser.

Ahí encuentras más oscuridad, neblina, lodo, musgo creciendo en lugares donde el agua está estancada dentro de ti. Descubres cavernas y cuencas que no sabías que existían. Encuentras viejas ideas que no sabías que habían echado raíz en ti, envenenando tu ser. Viendo todo este panorama desolador, no puedes ignorarlo y mientras la ventana continúe siendo espejo, no hay nada más que hacer, no hay a dónde escapar.

Entonces tomas tu decisión. Te arremangas, te amarras el cabello y te pones a trabajar. Limpias, sacas, levantas, mueves, desentierras, aireas, quitas, tiras, desechas, cortas desde la raíz todo eso que estaba atorado, putrefacto… lastimando. Luego sigues con el agua. Descubres el dique que mantiene el agua inmóvil, estancada. Levantas las piedras, quitas las ramas, creas espacio, creas caminos para el agua que empieza a fluir de nuevo. Con el río respiras y sientes que algo se destapó en ti. No hay un desborde como temías, sólo un flujo fuerte, gracias a los caminos que has creado el cauce de tu río se mantiene firme, dirigiendo el agua, caminas junto a él siguiendo tu corriente hasta que llegas a donde desemboca en el mar en ti. La brisa abre tu pecho y expande el espacio en él. Con el sol tu piel se calienta y se atreve a estirarse, con el agua y la belleza de ese mar interior, por primera vez desde que la ventana se convirtió en espejo, sientes libertad. Por primera vez, las paredes de tu cuarto son lo suficientemente grandes, el techo suficientemente ancho para hospedar tu ser. Y, por primera vez, agradeces que la ventana se convirtió en espejo porque te permitió ver el universo que llevas dentro y que cuidándolo y atendiéndolo, el mundo tras la ventana se ve mejor desde adentro.

Published by Mariel Torres

Wandererer whose feet follow where the pen leads...

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